Es muy triste tener que
arrancar una entrada con una cita a un anuncio de Axe, pero aquello
de que -en un mercado en continuo in crescendo- a veces la
clave puede estar en el minimalismo de lo básico, es perfectamente
aplicable al gratificante hallazgo que está siendo la nueva serie
de Marvel Studios. Porque Matt Murdock no dispone de la fortuna
de Batman o Iron Man, nunca ha estado vinculado a ideales tan altos
como los de El Capitán América o Superman (no confundir con su
primo de republicano, El Hombre de Acero) y sus poderes quedan muy
por debajo de personajes como Thor o Hulk. Un héroe que no
lucha contra dioses cósmicos, conquistadores mundiales
ni supervillanos con el poder de centrales nucleares, sino contra
especuladores, corruptos y otra fauna habitual de los criminales
comunes que tan a menudo se dejan ver por televisión.
Pura fórmula Marvel, la
humanización del superhéroe gestada por Stan Lee empapa toda una
serie que toma el testigo donde lo dejó el 'Batman Begins' de
Christopher Nolan, llevando la proximidad del diablo guardián más
allá de la debilidad de su ceguera. Porque Daredevil es mucho
más que un traje y el hombre que está debajo, y Steven S.
DeKnight ha sabido entenderlo al erigir la Cocina del Infierno en
un entorno vivo en el que la precariedad del sistema sanitario
americano, el precio del terreno, las profesiones obsoletas, la falta
de completos morales, la corrupción en el sistema y la escarnio del
samaritano hacen imposible establecer una línea clara que separe el
bien del mal.
Enfrentando
constantemente a Daredevil al reto de ejercer como héroe en un mundo
en el que no cabe la máxima del “Si te disparan, son de los
malos”, y con la Claire Temple de Rosario Dawson como
representación de la cruda humanidad que lo envuelve todo, hay dos
momentos clave que definen a la perfección las virtudes del
Daredevil de Marvel Studios. Contenidos ambos en el segundo episodio
la primera temporada, me refiero tanto a la escena en la que que
Foggy relata a Karen las historias de los figurantes del Bar
de Jossie, como en la que ambos caminan por la calle cuando
-llegados a un cruce- la cámara enfoca la lejanía, mostrando el
tejado en el que Matt está haciendo frente a unos malhechores.
Dos escenas con las que
se muestra el barrio de Nueva York en el que Daredevil lleva a cabo
su cruzada, como algo más que un simple escenario. Un marco
tridimensional en que cada delincuente o policía corrupto tiene un
hermano o hija por el que preocuparse, y toda víctima era vecino,
familiar o amigo de alguien. Y en medio de todo, Daredevil. El
superhéroe que trepa por fachadas y escaleras de incendios, pero que
al final siempre termina regresando al suelo para acabar con los
puños manchados en sangre, el uniforme lleno de mugre y la cara
partida.
Algo que ya estaba
presente con el poderoso simbolismo del personajes creado por Stan
Lee -aquel abogado tan ciego como la propia justicia y que tenía
el superpoder de escuchar, sentir e implicarse con el entorno que le
rodea- y que gracias a su serie televisiva se eleva, recuperando el
espíritu de todos los Miller, Mazzucchelli, Bendis, Rucka y
Brubaker. Superhéroes auténticos, no con aspecto satírico como
pudieran hacerlo 'Super' o 'Kick Ass', sino reivindicando la figura
del benefactor anónimo. Ese dispuesto a mancharse las manos por el
barrio, como pequeño reducto que a diario nos brinda la
oportunidad de intentar hacer del mundo un lugar mejor.
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