Durante mis alocados
años de inocente juventud tuve un período en el que engullía las
novelas de Michael
Crichton como si fueran
roscos. Más literal en lo segundo que en lo primero, llegué a leer
prácticamente de todo lo que hizo el autor, desde libros buenos a
libros malos, sin olvidar los libros muy malos (y los que no leía,
me veía la película). No en vano, Parque
Jurásico fue la primera
novela no infantil que
tengo conciencia haber leído, y aunque en retrospectiva me es
imposible no echarme las manos a la cabeza ante muchos de sus
descalabros, por aquel entonces la disfrutaba tanto que podía a
llegar a leerla varias veces en un mismo mes.
Pero
no solo de dinosaurios vivía aquel crío al que su prima solía
llevar a la biblioteca para que no diese guerra en casa, y tanto
'Devoradores de Cadáveres'
como su adaptación cinematográfica en 'El
Guerrero Número 13'
están dentro de los otros trabajos de Crichton por los que guardo un
fuerte aprecio. Mezcla de antropología ficcional y la saga de
Beowulf, el relato del embajador árabe Ahmad ibn Fadlan y su
travesía junto a 12 guerreros nórdicos hasta el corazón del norte
no tuvo traslación al cine precisamente fácil.
De
hecho el creador de 'Esfera' y su director John
McTiernan -que no es
precisamente un don nadie-
se vieron enfrentados a tantas disputas que milagro fue que saliera
una película mínimamente visible. Y aunque el film protagonizado
por Antonio Banderas dista de ser una maravilla, está entre mis
favoritos de un género nunca suficientemente explotado como es el
cine de vikingos.
La
idea es tan simple como multiplicar por dos a los '7 Samurais' y
cubrirlos de espadas y armaduras, para convertirlos en la única
defensa de un poblado en mitad un territorio salvaje cubierto de
fiordos, páramos verdes y neblina interminable. 13 guerreros frente
a una amenaza hambrienta de carne humana en el implacable campo de
guerra darwinista orquestado por Crichton.
Con
la fanfarria de Jerry Goldsmith llenando de gloria las escasas frases
que salían por sus bocas, la imagen de aquellos guerreros perdiendo
la vida -uno tras otro, mientras las brutales huestes de los wendols
cargaban
sobre una empalizada que se tambaleaba como si fuera el fin del
mundo- está entre las mejores definiciones de épica que haya
presenciado en el cine. Espectáculo en la arena cinematográfica, en
la que los personajes dan su vida para desde la butaca podamos
disfrutar mientras se debaten entre la vida yla muerte.
Pero
si tuviera que quedarme con un único pasaje de toda la obra
-original y adaptación-, probablemente sea aquel del libro en el que
el extranjero en tierra extraña y sus doce compañeros de viaje
aguardan en el centro del salón comunal, a sabiendas de que los
wendols se arrastran sobre el tejado de ramas secas para caer sobre
ellos. Tensión de la que se aferra al cuerpo con garras depredadoras
y de la que difícilmente se olvida.
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