En
un mundo ideal, Spider-Man
sería un muchacho de clase media criado en el camino de lo correcto
por dos entrañables ancianos que amasan pan, toman limonada en el
porche y sonríen mientras cuentan las monedas de la alcancía para
ver si llegan a fin de mes. En un mundo ideal, Peter Parker sería un
muchacho aplicado, justo y con una grandeza oculta labrada a base del
trabajo constante y saber mantenerse humilde frente a las enseñanzas
de la vida. En un mundo ideal, los años de bullying, de no comerse
un rosco y ser el eterno perdedor del instituto de este muchacho se
verían recompensados con poderes más grandes que la vida, volver a
casa con las reinas del baile y convertirse en el cabeza de cartel de
un emporio arácnido de ganancias millonarias. He aquí la nueva
imagen del sueño americano. Lo hemos bautizado como Spider-Man.
En
la vida real desgraciadamente estas historias no se dan tan a menudo,
siendo mucho más probable que -de existir-, las mierdas
experimentales capaces de aumentar la percepción a niveles
extrasensoriales se dieran con mucha más frecuencia en los límites
de lo legal, que dentro de la burbuja del bienestar. Es también muy
probable que -por buenas que fueran sus intenciones-, ningún tipo se
dedicase a ponerse un pasamontañas para partirle la cara a los
criminales, quitándose horas de sueño mientras malvive trabajando
como repartidor con un sueldo de 300€ al mes. Aun asumiendo que
fueras alguien que todo lo que busca es el bien de tu comunidad, son
muchas más las papeletas de que -como justiciero que decide hacer
frente a las injusticias cotidianas por con sus propios métodos-
terminases siendo alguien más próximo al clan de los Corleone que
de tu amistoso vecino Spider-Man.
A
pesar de red se mueve dentro de los superhéroes y Weavers
de Simon Spurrier y Dylan Burnett traza sus hilos en un territorio
más próximo a los relatos criminales barriobajeros a lo Grand Thief
Auto, es imposible leer el origen de este clan unido por arañas
parásitas ectoplásticas sin pensar en su protagonista como un Miles
Morales que acaba de
incorporarse a una familia de metahumanos. Como en la vida real, aquí
no hay trajes de colores ni pintorescas máscaras, sino emblemas de
banda a medio camino entre los tatuajes de la yakuza y las bandanas
identificativas para marcar el territorio. Los amistosos cafés en
los tejados con los que reforzar camaraderías se sustituyen por
internadas en tugurios poco recomendables aderezadas con paranoia y
dobles intenciones, mientras planificas como clavarle el puñal en la
espalda a tu colega de farra antes de que sea él quien lo haga.
En
Weavers, los federales no son modelos de portada deportiva con traje
de marca, y no se deja a los rivales amarrados en un poste para que
los aprese la policía, sino con los sesos reventados en un callejón.
Como esa cara incómoda de la vida a la que todavía no hemos
maquillado con la imagen plástica de seriales y tenenovelas, el
nuevo cómic de Simon
Spurrier para Boom!
Studios es áspero, sucio y difícil de empatizar si nos regimos por
los esquemas morales dicotómicos de los superhéroes. Un cómic
enmarcado dentro de la fase totémica
que parece haber emprendido el guionista británico de un tiempo a
esta parte, y que podría describirse como un cruce entre Spider
Verse e Infiltrados. Como tal, bien podría haber formado parte de
una línea hiperrealista de Marvel Comics como el Punisher MAX,
Powerless o la Marvel Noir fueron en su día. Que no se hayan dado
las circunstancias para que esto ocurra, no evita que esta mini-serie
dibujada con estilo a lo Kevin O'Neill
por Dylan Burnett
sea otra interesante adición al cada vez más coherente universo
imaginario de Spurrier.
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