jueves, 9 de junio de 2016

Weavers, la era de la araña


En un mundo ideal, Spider-Man sería un muchacho de clase media criado en el camino de lo correcto por dos entrañables ancianos que amasan pan, toman limonada en el porche y sonríen mientras cuentan las monedas de la alcancía para ver si llegan a fin de mes. En un mundo ideal, Peter Parker sería un muchacho aplicado, justo y con una grandeza oculta labrada a base del trabajo constante y saber mantenerse humilde frente a las enseñanzas de la vida. En un mundo ideal, los años de bullying, de no comerse un rosco y ser el eterno perdedor del instituto de este muchacho se verían recompensados con poderes más grandes que la vida, volver a casa con las reinas del baile y convertirse en el cabeza de cartel de un emporio arácnido de ganancias millonarias. He aquí la nueva imagen del sueño americano. Lo hemos bautizado como Spider-Man.

En la vida real desgraciadamente estas historias no se dan tan a menudo, siendo mucho más probable que -de existir-, las mierdas experimentales capaces de aumentar la percepción a niveles extrasensoriales se dieran con mucha más frecuencia en los límites de lo legal, que dentro de la burbuja del bienestar. Es también muy probable que -por buenas que fueran sus intenciones-, ningún tipo se dedicase a ponerse un pasamontañas para partirle la cara a los criminales, quitándose horas de sueño mientras malvive trabajando como repartidor con un sueldo de 300€ al mes. Aun asumiendo que fueras alguien que todo lo que busca es el bien de tu comunidad, son muchas más las papeletas de que -como justiciero que decide hacer frente a las injusticias cotidianas por con sus propios métodos- terminases siendo alguien más próximo al clan de los Corleone que de tu amistoso vecino Spider-Man.

"Lanzarredes" orgánicos dignos de Videodrome

A pesar de red se mueve dentro de los superhéroes y Weavers de Simon Spurrier y Dylan Burnett traza sus hilos en un territorio más próximo a los relatos criminales barriobajeros a lo Grand Thief Auto, es imposible leer el origen de este clan unido por arañas parásitas ectoplásticas sin pensar en su protagonista como un Miles Morales que acaba de incorporarse a una familia de metahumanos. Como en la vida real, aquí no hay trajes de colores ni pintorescas máscaras, sino emblemas de banda a medio camino entre los tatuajes de la yakuza y las bandanas identificativas para marcar el territorio. Los amistosos cafés en los tejados con los que reforzar camaraderías se sustituyen por internadas en tugurios poco recomendables aderezadas con paranoia y dobles intenciones, mientras planificas como clavarle el puñal en la espalda a tu colega de farra antes de que sea él quien lo haga.


En Weavers, los federales no son modelos de portada deportiva con traje de marca, y no se deja a los rivales amarrados en un poste para que los aprese la policía, sino con los sesos reventados en un callejón. Como esa cara incómoda de la vida a la que todavía no hemos maquillado con la imagen plástica de seriales y tenenovelas, el nuevo cómic de Simon Spurrier para Boom! Studios es áspero, sucio y difícil de empatizar si nos regimos por los esquemas morales dicotómicos de los superhéroes. Un cómic enmarcado dentro de la fase totémica que parece haber emprendido el guionista británico de un tiempo a esta parte, y que podría describirse como un cruce entre Spider Verse e Infiltrados. Como tal, bien podría haber formado parte de una línea hiperrealista de Marvel Comics como el Punisher MAX, Powerless o la Marvel Noir fueron en su día. Que no se hayan dado las circunstancias para que esto ocurra, no evita que esta mini-serie dibujada con estilo a lo Kevin O'Neill por Dylan Burnett sea otra interesante adición al cada vez más coherente universo imaginario de Spurrier.     

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