Se dice que un cerebro
hambriento de estímulos es capaz de encontrarlos allá donde los
busque. Da igual si se trata de un festín sensorial del tamaño del
Little Nemo de Winsor McCay, o una enajenación al borde de la
enajenación mental como la Patrulla-X de Cuck Austen. El Detective
Marciano de Rob Williams no es ni uno ni otro, sino más bien un
cómic de superhéroes de los de toda la vida, con el extra de contar
con un guionista que aborda cada uno de sus proyectos con el
desparpajo y entusiasmo de ese niño que ya está inventándose
mundos e historias cuando todavía no ha terminado de sacar el
juguete de la caja.
Como todo buen británico,
Williams vierte un buen puñado de ideas en la última serie del
bueno de J'onn J'onzz. Una serie que ni pretende reinventar
la rueda ni cambiar al personaje para siempre, pero que es lo
suficientemente imaginativo para colocarse un par de pasos por
delante de la media. De todas estas ideas, hay una en concreto que me
hizo quedarme contemplando el cómic pensando como podía ser que no
hubiera visto nada semejante hasta la fecha. Una, que no tengo muy
claro si es la más estúpida o la más brillante de toda la serie,
pero si fuera un millonario excéntrico podrido de ingresos de las
energéticas, dad por seguro que ahora mismo estaría rumbo a
Hollywood en busca de un director que pudiera hacer toda una
franquicia película de esas páginas.
Por resumirlo sin entrar
en spoilers, se trata de una batalla entre dos mechas en un escenario
apocalíptico. Dos mechas uno de los cales podría ser una máquina
bélica de los años setenta, y el otro un amasijo de chatarra estilo
Mad Max. La peculiaridad es que mientras la batalla entre los
dos leviatanes de acero se produce hay tipos saltando del uno al otro
con ganchos y maromas, como si fueran liliputienses emulando un
abordaje a lo película de piratas de Douglas Fairbanks desde
el cuerpo de Gulliver.
La imagen de lo que
podría suponer ver en pantalla grande a esas docenas de intrépidos
espadachines, cañoneros y saboteadores saltando de una mole mecánica
a la otra como los constructores de rascacielos de la época de la
Gran Depresión era demasiado suculenta para que en ese momento mi
cabeza la dejase escapar. Sobre todo si de alguna forma no dejaba de
mezclarla con los planos desde perspectiva humana de las batallas de
robots en los días de Evangelion y los enjambres de monos
arañas invadiendo la balsa de Klaus Kinski en Aguirre, La Cólera
de Dios. Quizás en otra vida me pueda permitir contratar a
Guillermo del Toro o alguien por el estilo para que ejecute una
escena del estilo en una próxima Pacific Rim. De momento no queda
otra que dejarlo como una de esas fantasías festivas que de vez en
cuando se adueña del retaco que todavía nos queda dentro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario