Hablando
ayer con O.M.M. sobre los Vengadores
de Busiek, llegamos a la
conclusión de que la etapa del guionista de Conan adolece de una
serie de vicios que -al menos en mi caso- hacen bastante difícil
tenerla entre mis etapas favoritas del grupo. El tipo era un gran
conocedor de la continuidad clásica y no solo le gustaba subrayarlo,
sino que erigió a los héroes más poderosos de la tierra como una
burbuja de nostalgia con su epicentro en la era Shooter. El bastión
de la vieja guardia.
Tanto
es así que al pensar en los Vengadores
de Kurt Busiek, la imagen
que se le viene generalmente a uno a la cabeza es la de unos señores
reunidos en el interior de una mansión barroca -ni siquiera en los
cómics de mi infancia recuerdo que lo fuera tanto como con Busiek y
Pérez-, atendidos por un mayordomo a manos llenas y que de vez en
cuando se les ve practicar el arte ecuestre o pasear por la gran
avenidas con sus melenas y ostentosas compras.
También
pelean contra panteones de otras dimensiones, Ultron Hussein, cultos
de la cienciología y aristócratas europeos con perilla y ambiciones
megalómanas, claro. Pero la imagen del portón con verja cromada que
se abre automáticamente mientras una limusina lleva a sus miembros
al interior de la mansión está muy presente.
Y
entonces es cuando reparas en algo. Algo muy chungo. Algo tan chungo
que está presente desde el primer número y el inefable recurso
cómico que Busiek usa para los “Jajajas”
y el “Qué divertido es todo”.
Porque qué puede ser tan hilarante que asistir a una reunión de
todos los Vengadores habidos y por haber, y comprobar como todos y
cada uno de sus miembros se muestran incómodos ante el Hombre
Demolición, esquivándolo
y manteniendo la distancia con tal grado de sutileza que se vería
desde el HUBBLE.
Porque
claro -os vais a reír- el Hombre Demolición ¡ES POBRE! Y como
todos los sin-techo, pues apesta, huele mal y todas esas cosas que
cualquiera con una mansión en pleno centro de Nueva York, mayordomo
y Quinjet sobre el tejado debe saber. Y aunque probablemente ni
siquiera se hiciera con esas intenciones, recordar aquella escena
dentro de su contexto, es cuando menos para echarse las manos a la
cabeza.
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