Hace
años escuché en un documental que las crías de tiburón crecen en
el “útero” de su madre, devorándose unas a las otras hasta que
finalmente queda un único superviviente que es el que termina por
ver la luz del mundo exterior. La gestación convertida en una suerte
de despiadada pesadilla darwinista que podría aferrarse muy adentro
en los recovecos más oscuros de cualquier mente suficientemente
retorcida.
En
Blade Runner 2049 sin ir más lejos, podemos encontrar un escenario
no demasiado alejado del descrito, en el tormentoso recuerdo de la
fundición. Presentado como un laberíntico y gargantuesco útero de
metal, por cuyas pasarelas y tuberías y hornos vemos correr a un
infante perseguido por una jauría de niños. Una suerte de cruce
entre Metrópolis y El Señor de Las Moscas en el que ni siquiera
contamos del contexto necesario para saber porqué le están
persiguiendo.
Tratan
de arrebatarle algo, sí, ¿pero por qué? ¿Qué razón puede llevar
a ese grupo de niños perseguidores querer arrebatarle a su hermano
algo que para ellos probablemente no signifique nada, pero para él
lo es todo? Quién haya contemplado alguna vez como los polluelos de
un nido suelen tratar al más débil de su puesta probablemente les
resulte una sitacuón demasiado familiar, como la visión de esa
fábrica ya fría, extinta y sin vida un recordatorio de que -aun con
todo su surrealismo- todos aquellos hits de Pink Floyd conseguían transmitir sensaciones aterradoramente reales.
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