Hace aproximadamente
cuarenta años, Marvel Comics introducía una nueva formación de
mutantes en la segunda génesis de los X-Men. El primer
supergrupo multicultural del cómic de superhéroes, incluyendo junto
al veterano y 100% WASP Cíclope a la primera superheroína de raza
negra (Tormenta), los primeros superhéroes japonés y nativo
americano de Marvel (Fuego Solar y Avetrueno), el soviético Coloso,
el irlandés Banshee, el canadiense Lobezno y el elfo alemán
Rondador Nocturno. Antes de la presentación de este grupo de 1975,
la práctica totalidad del cómic mayoritario estaba
monopolizado por personajes de procedencia anglosajona y credo
protestante, con la piel blanca como la nieve y tan heterosexuales
como en una importantísima proporción hombres.
No es que el cómic de
superhéroes fuera especialmente cerrado a la inclusión de lo que se
denomina habitualmente minorías,
sino que -si mirábamos cualquier otro medio de entretenimiento
cultural-, era prácticamente lo que se veía en todas partes. Ahora
repetid conmigo: 40 años.
Ayer si lo ponemos en
perspectiva con toda la amplitud del todavía reciente siglo XX, no
hablemos ya de si usamos como baremo la Edad Contemporánea en toda
su extensión o tomamos como referencia la Historia de la humanidad
al completo. Hay un periodo abisal de tiempo en el que la situación
era tan jodida que ni mujeres, ni otras razas o credos que se
salieran de la mayoría dominante -no hablemos ya de las
orientaciones sexuales ligadas al colectivo LGTB- ni siquiera tenían
eso, una representación en la ficción.
Es
probable que incluso -tal y como sucede ahora- no faltaran los que
cuando las editoriales comenzaron a traer variedad a sus
protagonistas le quitasen importancia, denostándolo como un mero
reclamo comercial más molesto que productivo. Por mi parte solo
puedo decir que -gracias a esta labor de la ficción- ya había
asimilado que existía gente de otro color, orientación o cualquier
otro etc que quieras añadir, incluso años antes de que conociera a
nadie de esta condición. Algo por lo que no puedo dejar de celebrar
cada vez que aparecen colecciones decididas a derribar barreras
asimiladas, como Rat Queens
de Kurtis J. Wiebe o Angela
de Margueritte Bennette y Stephanie Hans.
La
primera, una serie de fantasía heroíca al más puro estilo de El
Señor de los Anillos, salvo que con mucho humor y con un elenco
enteramente formado por mujeres. Mujeres de diferentes roles y
especies, pero también muy diferentes en cuanto a físico y unas
personalidades muy alejadas del servilismo a la corrección tan
habitual del género. Seguramente que tirando de lo que para el
acercamiento de Peter Jackson al universo Tolkien no fue otra cosa
que una broma de dudoso gusto, Wiebe incluso ha tenido el arrojo de
introducir a la primera
heroína protagonista con barba que, si la memoria no me falla, se ha
visto por el cómic generalista.
También es cierto que la enana Violet
de las Rat Queens tampoco
duda en afeitarse como un desafío a la tradición de su especie.
Pero el hecho de que se presente como una mujer con barba, y que en
algunas portadas incluso aparezca luciéndola con orgullo, ya me
parece todo un acierto para plantear cuestiones sumamente
interesantes sobre los cánones de belleza actuales y la presión que
ejerce la sociedad en materia de depilación femenina.
Y
luego está el caso de la heredera perdida de Asgard Angela,
quien todavía no hace ni cuatro años desde que se incorporó en el
universo Marvel, y que ya ha protagonizado tres mini-series que la
han redefinido como hermanastra perdida de Thor y Loki, creando una
interesantísima mitología alrededor del reino perdido en el que
pasó la mayor parte de su vida. Sin embargo, uno de los rasgos más
interesantes de Ángela no es tanto la cultura de ese mundo de
ángeles en el que nada se da a cambio de nada, y en el que recurrir
a conceptos abstractos como “el honor”, “la amistad” o la
“lealtad” para eludir deudas se considera poco menos que un
insulto. Si hay algo que de verdad me ha hecho terminar enganchado a
la serie es la apasionada relación contra todo cliché entre Ángela
y Sera. Una relación desarrollada a fuego lento durante tres
mini-series de seis, cuatro y siete números, hasta el punto de no
mostrarse de forma explícita hasta en la última de ellas.
Siendo
Angela una asgardiana que fue abducida y criada en Heven como parte
de una sociedad matriarcal de ángeles con una separación entre
géneros al borde de lo espartano, y Sera
parte de la casta de varones relegados de por vida al encierro y la
oración -destino al que renunciaría para convertirse en lo que
siempre quiso ser, una mujer que pudiera vivir incontables aventuras
en el mundo exterior-, el extremado mimo con el que se aborda su
relación compone una de las historias de amor más hermosas que haya
desarrollado la Marvel de los últimos años. Pero si con eso no
bastase, en los últimos números de la serie la pareja decide
trasladarse a Midgard (la Tierra) para vivir juntas, acogiendo como
ahijada a Leah.
La misma Leah de El Poderoso Thor: Viaje al Misterio de Kieron
Gillen, quien tras su mala experiencia con Loki encontró el amor en
una versión alternativa de Magik junto a la que lucharía en el
Escudo del Mundo de Batalla tal y como vimos en la mini-serie de
'Secret Wars: Asedio'.
Separada
de su amor, Leah y el lobo infernal Thori se trasladan junto a Angelay Sera dando final a un emotivo broche en el que el hecho de que
termine siendo la primera familia integral y exclusivamente femenina
que se haya visto como protagonista en un cómic de superhéroes
termina siendo una simple anécdota. Algo tratado de forma tan
natural como engrandecedora que es imposible no sentir este final de
viaje como nuestro, en una serie en la único que lamento es que los
juegos metaliterarios en los que se embarcaba a veces me resultaran
demasiado complejos, pero que desde luego voy a guardar muy cerca
para releer debidamente.
En
un escenario en el que el fanatismo intolerante no solo se niega a
abandonar el que se supone que -por desarrollo- debería ser el
bastión del humanismo, sino que además amenaza con ganar terreno,
que continúe habiendo autores como Bennett, Wiebe y Hans decididos a
implicarse para favorecer desde su plataforma a un mundo mucho más
abierto es siempre digno de elogio. Da igual si no dejan de ser
cómics sin más objetivo que ofrecer entretenimiento sin complejos y
si no es demasiado probable que los veamos en las próximas
candidaturas de los premios Eisner. Si al final lo que crean son
historias que lleguen y que además tiren abajo barreras que de
alguna forma nos hemos impuesto por costumbre a nosotros mismos, poco
más se les puede pedir.
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