A pesar de que a nivel
global tengo serios problemas con ella, la película de Carol Danvers
tiene el que desde ya es uno de mis comienzos favoritos de cualquier
película de superhéroes. Y no, no me refiero a los maravillosos
créditos iniciales de La Capitana Marvel con los que en esta ocasión se nos introduce el
logo de Marvel Studios, sino al arranque de la película propiamente
dicho. Ese arranque en el que se nos introduce en Hala en pleno alba
con el despertar de la protagonista y que funciona con la
contundencia de un punch.
Es singular la forma en
la que se muestra la capital del Imperio Kree, ya que aunque se
presenta como una ciudad futurista la sensación al introducirnos en
ella no es la de estar en otro mundo, sino en uno sospechosamente
familiar. Hala no está perdida en la distancia de la Gran Nube de
Magallanes. Hala está aquí. Hala somos nosotros. Podría ser Nueva
York, Chicago, Los Ángeles, San Francisco, Londres, París,
Barcelona, Berlín, Madrid... Podría ser cualquiera de las ciudades
fruto del progreso de nuestra civilización en las que cada día nos
despertamos con la extrañeza de saber que deberíamos sentirlas como
nuestras. Que sentirnos como parte de ellas. Que sentirlas como
nuestro hogar. Pero algo en lo más profundo de nuestras entrañas
resuena avisándonos que algo esta mal. Que esa realidad no es la
nuestra, y que estamos habitando un mundo extraño y ajeno a nosotros
que se eleva como recordatorio de la supresión de nuestro verdadero
yo. Un mundo “alienígena” e irreal pavimentado con celdillas de
colmena de abejas, y que más que hogar es una prisión.
Durante el resto de la película, toda esta idea sobre la represión y el falso espejismo de libertad en una sociedad proto occidental que -basada en la gloria personal, la imposición de valores, la guerra y la dictadura totalitaria del monoteísmo de la razón- termina revelándose como un instrumento para la anulación del individuo continuará aflorando una y otra vez como uno de los temas centrales del viaje de La Capitana Marvel.
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